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Charles Stanley

Cómo Sobrevivir en un Mundo Lleno de Enojo

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En 1894, un partido de béisbol se caldeó literalmente cuando un jugador del equipo visitante de los Orioles de Baltimore empezó una pelea con el jugador de tercera base de los Medias Rojas de Boston.

Pronto la pelea se hizo más grande cuando ambos equipos pisaron el campo de juego, y los aficionados salieron a raudales de las gradas para unirse a la pelea. Durante este furor incontrolado, alguien inició un fuego en el estadio, y todo el recinto y 170 edificaciones fueron consumidas, ¡todo por la ira de un solo hombre! Aunque este ejemplo es extremo, es una ilustración apropiada de la destrucción que puede acompañar al enojo desenfrenado.

El enojo es importante para Dios porque arruina vidas, destruye matrimonios, afecta a los hijos, aparta a los amigos, y crea desunión en las iglesias. El enojo y el resentimiento pueden cobrar un precio terrible: (1) en nosotros, (2) en nuestras relaciones con los demás, y (3) en nuestra comunión con Dios. A menos que nuestras respuestas estén bajo la autoridad del Señor y dirigidas por su Palabra, nos hacemos vulnerables a grandes daños.

Aferrarse a los agravios nos mantiene prisioneros, pero renunciar a ellos abre la puerta y nos libera. Dios ofrece la llave del perdón. Hágala suya, y salga de la oscuridad a la luz.

LAS CONSECUENCIAS DEL ENOJO

A nosotros mismos: Deforma el carácter. El enojo llega a lo más íntimo de nuestro ser con su veneno. En vez de experimentar la paz y el gozo de Cristo, nos llenamos de ansiedad y frustración. Un espíritu crítico y condenatorio lleva a menospreciar a los demás con palabras duras. La hostilidad nos vuelve polémicos, y hace que nos ofendamos con facilidad por cuestiones sin importancia. Las amenazas o los insultos imaginarios echan raíces y crean respuestas desproporcionadas a la situación.
Afecta al cuerpo. Dios no diseñó nuestros cuerpos para vivir con rabia permanente. Ésta hace estragos en nuestro organismo, e incluso puede ocasionar males fatales como ataques cardíacos y derrames cerebrales. Nos haría bien preguntarnos. ¿Vale la pena morir por mantener este resentimiento?

A otros: Daña las relaciones. Nuestra ira no es solo nuestro problema; siempre afecta a los demás y, trágicamente, las personas más cercanas a nosotros son las que más sufren. El resentimiento latente crea barreras de silenciosa hostilidad. Y un episodio explosivo de ira puede causar mucho daño emocional, o a veces hasta daño físico.

Es contagioso. Proverbios 22.24, 25 nos dice: “No te entremetas con el iracundo, ni te acompañes con el hombre de enojos, no sea que aprendas sus maneras, y tomes lazo para tu alma”. Nuestra rabia y nuestro resentimiento afectan a aquellos con quienes trabajamos y vivimos, pero son especialmente contagiosos a nuestros hijos. Ellos desarrollan actitudes y patrones de conducta similares a los que aprenden de nosotros.

A Dios: Levanta una barrera entre nosotros y el Señor. La consecuencia más trágica de la ira es la ruptura de la comunión con Dios. Usted no puede estar bien con Él si está enojado y guarda resentimiento contra alguien (Mt 5.21-24). En realidad, entristecemos su corazón cuando decidimos aferrarnos a nuestra hostilidad en vez de a Él.

Pone trabas a su trabajo y limita sus bendiciones. El Señor tiene grandes planes para nuestras vidas, pero cuando nos aferramos a la animosidad, no podemos escuchar su voz ni tener acceso a su poder para obedecer. Por consiguiente, nos volvemos estériles y terminamos perdiendo las bendiciones de caminar en su voluntad.

CÓMO MANEJAR EL ENOJO

Durante toda la vida enfrentamos situaciones que desencadenan este sentimiento. La cuestión no es si vamos a sentir enojo, sino si lo manejaremos de una manera que honre a Dios. A veces, nuestra indignación es una respuesta adecuada a la injusticia o al maltrato de otros, pero por lo general tiene sus raíces en nuestro propio interés personal. Tal vez alguien nos insultó, rechazó o irritó. O quizás la razón de nuestro malestar es una situación frustrante. Seamos sinceros: la mayor parte de nuestra agitación interna es el resultado de no lograr nuestro propósito. Cuando los demás no cooperan con nuestros planes o no aprecian nuestros esfuerzos, o cuando las cosas no salen como nosotros queremos, sentimos cómo aumenta este sentimiento.

DISTINGUIR ENTRE EL ENOJO BUENO Y EL ENOJO MALO

El enojo puede ser de dos clases: justo o injusto. Para saber cuándo es adecuado, examinemos las respuestas de Cristo a las situaciones irritantes. Se indignó y entristeció por el corazón endurecido de los líderes religiosos (Mr 3.1-5), y los reprendió firmemente por descarriar a la gente con su legalismo hipócrita (Mt 23.13-33). Cuando los mercaderes convirtieron el patio del templo en una “cueva de ladrones”, el Señor manifestó su celo por la casa de su Padre utilizando un látigo para echarlos de allí (Mt 21.12, 13; Jn 2.15).
En estas situaciones, Cristo estuvo motivado por el celo por su Padre, y por su compasión hacia las personas. Aunque Él fue personalmente víctima de muchas injusticias durante toda su vida terrenal, nunca respondió con hostilidad. Incluso en la situación más injusta —su sufrimiento inmerecido y su muerte en la cruz— Jesús respondió: “Padre, perdónalos” (Lc 23.34).

El ejemplo del Señor nos enseña lo que es la indignación justa: una apasionada respuesta a cualquier mal cometido contra otra persona, y el insulto dirigido a Dios. La ira injusta es egocéntrica, y se expresa en formas destructivas: la rabia es una explosión incontrolada que hiere a todos, mientras que el resentimiento se interioriza y hierve a fuego lento como en una vasija de barro que escupe veneno tóxico en el corazón.

Aunque somos propensos por naturaleza a estas expresiones impropias de ira, no tenemos que ceder a ellas. El Señor nos ha dado su poder para controlar nuestras reacciones, y por eso no tenemos que dejar que nos controlen. Al aprender la manera correcta de hacer frente a situaciones que nos saquen de quicio, podemos tener la victoria sobre las actitudes, palabras y acciones carnales.

PAUTAS PARA MANEJAR EL ENOJO

Confiéseselo a Dios. Cuando los sentimientos de hostilidad nos devoren, debemos reconocerlos de inmediato ante el Señor. Aunque muchas personas admiten fácilmente su hostilidad, otras la han negado por tanto tiempo que no son conscientes de su presencia.
Cierta noche, después de haber predicado un mensaje sobre el resentimiento, se me acercó una mujer, y dijo: “He estado enojada durante toda mi vida”. Era una cristiana que quería vivir una vida consagrada, pero había algo enterrado en lo profundo de su ser que la mantenía inquieta, robándole el gozo y la paz. Solo después de escuchar hablar de la ira reprimida fue capaz de identificar el motivo del malestar que había en su alma.

Reprimir el enojo es autodestructivo, pero expresarlo impulsivamente puede dañar a otros. Todos necesitamos una manera de desahogarnos de nuestros sentimientos negativos, pero sin herir a nadie. El único que puede manejar ese desahogo es el Señor. Él ya conoce lo terrible que son nuestros pensamientos y sentimientos. Exprésele todo su dolor, turbación, hostilidad y resentimiento. Pídale que trabaje en su corazón para ayudarle a responder de una manera que lo glorifique a Él y que sea de bien para usted y para otros.

Identifique el origen. Aunque esto parece relativamente sencillo, precisar la raíz del enojo puede ser un proceso difícil. Somos maestros en el arte de transferir nuestra animosidad de la fuente original, descargándola contra cualquiera que esté cerca. Puede ser tan simple como gritar a los niños por una situación frustrante en el trabajo, o tan complejo como un patrón de comportamiento destructivo que tiene su origen en un trato abusivo en la niñez.

Es posible que a usted no le agrade la idea de escarbar en los lugares dolorosos de su alma para sacar una raíz de amargura. Pero si no cambia, pasará su vida tratando los síntomas, mientras que el cáncer oculto del resentimiento se apodere de su alma.

Enfréntelo de inmediato. Efesios 4.26, 27 nos dice que no debemos dejar que el sol se ponga sobre nuestro enojo. De lo contrario, le damos al diablo una oportunidad de torcer nuestra manera de pensar con mentiras, justificaciones y excusas; fomentando el odio, incitando el deseo de venganza, y sembrando semillas de amargura.

Aunque se nos dice que debemos resolver nuestra ira con prontitud, el grado de la ofensa o de la herida puede afectar el tiempo que nos lleve tomar la decisión. Un agravio menor puede ser perdonado fácilmente, pero una tragedia personal, como la muerte de un hijo causada por un conductor ebrio, tomará más tiempo. En situaciones difíciles como ésta, podemos comenzar por reconocer ante Dios la necesidad que tenemos de manejar nuestros sentimientos, y confiar en que Él nos ayudará a seguir adelante con nuestro dolor hasta que podamos perdonar.

No peque. La ira en sí no es pecado. De hecho, la Biblia habla a menudo de la ira de Dios. Nuestra capacidad de tener este sentimiento es simplemente parte de haber sido hechos a su imagen. Sin embargo, por nuestra inclinación al pecado, esta capacidad dada por Dios es mal utilizada. Hay dos maneras en que nuestra ira se expresa de manera pecaminosa: cuando nos aferramos a ella, o cuando arremetemos contra otros (Ef 4.26, 29).

Santiago 1.19 nos dice que seamos “pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse”. En cualquier conflicto, nuestro objetivo debe ser entender, no defendernos. No diga nada y escuche, pídale en silencio al Señor que le ayude a entender a la otra persona.

Cambie de actitud. Los creyentes tenemos nueva identidad en Cristo, y estamos siendo transformados según su imagen (Ef. 4.22-24). Ya que la amargura, el enojo y la ira no corresponden más con lo que somos, tienen que ser “quitados” como la ropa sucia (v. 31). En lugar de eso, debemos vestirnos de “entrañable misericordia, de benignidad, de mansedumbre, de paciencia” (Col 3.12).

Perdone al ofensor. Si no perdonamos a las personas que nos han agraviado, la amargura y el resentimiento echarán raíces en nuestras vidas. Solo renunciando a nuestro derecho a la venganza y al desagravio, podremos comenzar a experimentar la libertad que Dios desea para sus hijos. Si entregamos nuestros sentimientos de hostilidad al Señor, su presencia comenzará a restaurar y a sanar nuestros corazones heridos.

LA LIBERTAD DEL ENOJO

Tolerar el enojo no es una opción para los creyentes. No podemos esperar a vivir en nuestra nueva naturaleza, y mantener nuestro resentimiento. Para seguir las pisadas de Cristo tenemos que cambiar las prioridades. Amar y comprender a los demás tiene que reemplazar nuestra necesidad de defendernos, y conservar las relaciones debe sustituir a la salvaguarda de nuestros derechos.
Si hemos aceptado el perdón de Cristo de nuestros pecados, no podemos exigir que otros paguen por sus transgresiones contra nosotros. Para tener paz, debemos poner en el altar y dejar allí todo rencor, derecho personal e insulto hiriente.

Aferrarse a los agravios nos mantiene prisioneros, pero renunciar a ellos abre la puerta y nos libera. Dios ofrece la llave del perdón. Hágala suya, y salga de la oscuridad a la luz.

Preguntas para más estudio

Según Eclesiastés 7.9, ¿dónde reside la ira? ¿Qué clases de problemas aguardan a quienes no controlan su carácter (Sal 37.8; Pr 19.19, 29.22)?
¿Qué recomendación se encuentra en Santiago 1.19, 20? ¿Qué no obra la ira del hombre?
Usando los versículos siguientes, enumere las locuras de las palabras impulsivas y las ventajas de ser lentos para hablar: Proverbios 10.19; 12.16; 15.28; 17.27, 28; 18.13.

¿Cuáles son las consecuencias del resentimiento (Pr 14.30; He 12.14, 15)? ¿Cómo puede usted encontrar una raíz de amargura enterradas en su alma? Vea Salmo 139.23, 24 y Hebreos 4.12, 13. ¿Qué remedio recomienda Salmo 32.1-5 para cualquier pecado oculto?
¿Qué nos dice Efesios 4.26-32 en cuanto al manejo de la ira? ¿Qué peligro enfrentamos si nos aferramos a nuestra hostilidad? ¿Cuándo se vuelve pecaminoso el enojo? Enumere las cosas que debemos “quitarnos” y las que deben reemplazarlas.
El no perdonar exige que el culpable pague por su pecado. Por el contrario, ¿cómo nos dice Jesús que debemos tratar a quienes nos agravian (Mt 5.43-45)? Según Romanos 12.17-21, ¿de quién es la venganza? En vez de ser hostiles, ¿cómo debemos vencer el maltrato? ¿Por qué no tenemos ningún derecho a negar nos a perdonar (Mt 18.21-35)?

El Dr. Charles F. Stanley, pastor de la Primera Iglesia Bautista de Atlanta y fundador de Ministerios En Contacto. Charles Stanley nació el 25 de septiembre de 1932 en Dry Fork, Virginia. Charles Stanley ha escrito más de cincuenta libros, y forma parte de la lista de autores de éxitos de ventas del diario New York Time. Entre sus éxitos del Dr. Charles Stanley se encuentran: La paz del perdón, Cómo alcanzar su mayor potencial para Dios, En armonía con Dios, Trátelo con oración, Como Escuchar la Voz de Dios, etc. El deseo del Dr. Stanley es proclamar el evangelio al mayor número de personas como sea posible.

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