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Frente a los pecadores
Santiago Canclini
 

Lucas 7:3"0

Dos personas distintas se encontraron frente a Jesús. Por un lado, un hombre llamado Simón, a quien las circunstancias le habían brindado la oportunidad de una vida desahogada y cómoda. Evidentemente rico, poseía su propio hogar y gozaba del aprecio y del prestigio que le daban su religiosidad y su posición social; todo ello le hacía sentirse satisfecho.

Por el otro lado, una mujer de nombre ignorado, a quien la vida pareció no sonreír. Quizá pobre, fue arrastrada al vicio por la necesidad. Caída, en la miseria y cargada con el menosprecio de una sociedad injusta, sentía la profunda pena de su propia culpabilidad.

Ambos, de distinta manera, buscaron a Jesús. Le rogó uno de los fariseos que comiese con él, haciéndolo con propósitos que no son del todo claros. El hecho es que Jesús, entrando en casa del fariseo, sentóse a la mesa. La costumbre oriental de puertas abiertas hizo que la mujer entrase con relativa facilidad hasta su presencia: He aquí una mujer que había sido pecadora, en la ciudad, como entendió que estaba a la mesa en casa de aquel fariseo, fue hasta Él, arriesgándose a ser la protagonista de un escándalo y a sufrir un gran bochorno.

Ella no tenía casa para ofrecerle, pero necesitaba de su auxilio. En un acto de tremendo arrojo se introdujo subrepticiamente en el comedor y trajo un alabastro de ungüento para ofrecerle, procurando,' quizá, pasar desapercibida; mas, ya postrada, no aguantó el dolor que a raudales brotó de sus ojos. Por eso, comenzó llorando a regar con lágrimas sus pies, y los limpiaba con los cabellos de su cabeza; y besaba sus pies y los ungía con el ungüento.

El perfume del ungüento y el llanto que no pudo contener delataron muy pronto a la intrusa y a Jesús que la toleraba complaciente. Y como vio el fariseo que le había convidarlo, habló entre sí, diciendo: Éste si fuera profeta conocería quién y cuál es la mujer que le toca, que es pecadora.

Entonces, no pasándole desapercibida la mueca de desaprobación, respondiendo Jesús, le dijo:

-Simon, una cosa tengo que decirte.

Y él le dice:

-Di, Maestro.

-Un acreedor tenia dos deudores, el uno le debía quinientos Plenarios y el otro cincuenta, y no teniendo ellos de qué pagar, perdonó a ambos.

¡Hermosa, sencilla y conmovedora parábola del Maestro! ¡Tacto, exactitud y firmeza sin igual la suya al juzgar aquellas dos vidas, al parecer tan distintas, pero tan igualmente necesitadas de la gracia divina! Evidentemente, la mujer se distinguía por la gravedad de una culpa Quinientos denarios- que la hacía despreciable a los ojos del fariseo, despreciable a los ojos del mundo de los hombres que un día la habían hundido, despreciable aún a sus propios ojos, ya que por eso lloraba, pero no despreciable a los ojos de Jesús, a pesar de sentir, como nadie, el choque que el pecado producía a su alma pura.

En cuanto al fariseo, Jesús admite con cortés ironía sólo una deuda pecaminosa de un diez por ciento, en relación con la deuda de aquella mujer; mas no por eso era menos pecador, pues su corazón impenitente y orgulloso le impedía ver la gravedad que todo pecado tiene delante de Dios. Más tarde otro fariseo como él, aunque mucho más sincero, habría de expresar el sentimiento de indignidad de que se llenó su alma, a pesar de su religiosidad exterior, al comprender la negrura de su pecado interior. Ese fariseo fue el apóstol Pablo, quien dijo: "Palabra fiel y digna de ser recibida de todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero, mas por esto fui recibido a misericordia"

Ambos, el hombre y la mujer, eran pecadores insolventes delante de Dios, pues "no teniendo ellos de qué pagar", necesitaban por igual su perdón. Empero, ¿no era, acaso, más miserable Simón al no poder pagar tan sólo cincuenta denarios?

Ante la pregunta de Jesús: "Di, pues, ¿cuál de éstos le amará más? -Simón dijo: Pienso que aquél al cual perdonó más. Y Él le dijo: rectamente has juzgado, pero te condenas con tu propia respuesta, pues admites la verdad de que esta mujer, a la cual es necesario perdonar una gran falta, ama más de lo que tú eres capaz de hacerlo. ¡Confiesa, Simón, si quieres ser sincero, que no has sentido, como lo ha sentido esta mujer a quien tú desprecias, la profundidad redentora de la gracia divina! Por eso no eres capaz de amar como ella ama. ¿Ves esta mujer?, pues compárala contigo:

Entré en tu casa no me diste agua para mis pies, teniendo tanto esclavo que podría haberla traído, tal cual es práctica con cualquiera que llega de visita; no me diste beso que indicase, como es costumbre, la cordial bienvenida a tu hogar; no ungiste mi cabeza con óleo perfumado, en señal de la liberalidad de tu acogida; me invitaste y entré bajo tu techo pero tu corazón duro y tu espíritu calculista no tuvo para mi sino esta frialdad cortés pero indiferente. En cambio, Simón, tú lo has dicho, esta mujer ha demostrado amarme más. En realidad, yo he sido su huésped y no el tuyo. Ella, la desheredada, la despreciada, la sin hogar... y sin honor, ella ha regado mis pies con lágrimas, con el agua sazonada que brotó de su corazón arrepentido y los ha limpiado con sus cabellosporque, en su sinceridad, no reparó en reglas ni en etiquetas sociales; desde que entré no ha cesado de besar mis pies porque en su humildad no se atrevió a hacerlo en mi frente; ésta ha ungido con ungüento mis pies, en un acto de amorosa ofrenda de fe... por lo cual te digo que sus muchos pecados son perdonados.

Fue la convicción de sus faltas lo que llevó a aquella mujer a Jesús, arrepentida y con fe en su

misericordia. No hay duda que en ello había mezclado mucho amor, pero no fue éste sino la fe lo que hizo que obtuviera el perdón, pues en Él lo único que "vale algo" es "la fe que obra por el amor".

Sus pecados fueron perdonados, por eso, amo mucho; mas al que se perdona poco, poco ama. Es su bendito amor, amor por el cual somos perdonados y recibidos, el que hace brotar incontenible el amor en nuestros corazones. "Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero".

¿Cómo termina el paso de Jesús por ese hogar, por delante de esas dos vidas? ¿Fueron ambos salvados por Él? El Evangelio guarda silencio acerca del fariseo; sólo nos dice que sus amigos, que deberían haberse conmovido ante el cuadro que presenciaron no hicieron sino murmurar: los que estaban juntamente a la mesa comenzaron a decir entre sí: ¿quién es éste, que también perdona pecados?

Pero, en cambio, ¡cuán consoladoras habrán resonado en los oídos de aquella mujer las palabras de despedida de Jesús: Tú fe te ha salvado, ve en paz! Le había otorgado el perdón y ahora le asegura la salvación conjuntamente con el re oso interior y el poder de una vida nueva y limpia.

Sigue, Jesús de Nazareth, ve a otros hogares y a otras vidas y deja en ellas también las huellas de tu bendita paz...

 

 

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