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El Espíritu Santo
Oswald Smith
 

«El Espíritu Santo, el cual ha dado Dios» (Hechos 5:32). ¿Qué es lo que da Dios? ¿Santificación? ¿Santidad, pureza, amor perfecto? ¿Un corazón limpio? Es a estas experiencias que se llama nuestra atención.

Leamos de nuevo: «El Espíritu Santo, el cual ha dado Dios». Así pues, la pregunta no es «¿Qué es lo que da Dios?», sino «¿A quién da Dios?» Y la respuesta es «el Espíritu Santo». ¿Ves la diferencia? Y el Espíritu Santo es una persona, la tercera persona de la Trinidad. Así pues, Dios nos lo da.

Amado, ¿le conoces? ¿Reina Él en tu vida? No «ello», una influencia, sino «Él», una persona. No sus dones o sus bendiciones, sino El mismo. ¿Le conoces?

Has estado buscando, y has seguido buscando, pero estás todavía insatisfecho. El poder del pecado no ha sido quebrantado aún en tu vida, por más que amas a Dios. Hay mucho, sí, mucho, del yo, y por más que luches, no puedes librarte de él. Tentaciones que tú creías que habían desaparecido desde hacía mucho tiempo, han vuelto a aparecer.

Pecados que tú habías creído dominados con tu voluntad, de los que vuelves el rostro con asco, se mofan de tu derrota. ¿Por qué? ¡Ah, aquí está el secreto! Has estado buscando una manifestación o experiencia especial, algún poder sobrenatural, pero no has hecho caso de El.

Porque si Él hubiera sido reconocido todo habría sido diferente. Cuando Él, el Espíritu Santo, se pone en el mando, la tentación se calma misteriosamente, y el pecado pierde su poder. Las malas sugerencias que antes parecían todopoderosas se vuelven débiles e inofensivas. La preocupación y la ansiedad, la prisa y la precipitación -la carne en todas sus manifestaciones- cambian en paz y sosiego, calma y tranquilidad, confianza, paciencia y gozo en el Espíritu Santo.

¿Estás dispuesto, amado, a tenerle a Él o prefieres sus bendiciones? ¿No estás diciendo, en realidad, en el fondo de tu corazón: «Espíritu Santo, deseo tus dones, pero no te quiero a Ti. Bendíceme, pero Tú quédate fuera. Dame poder, pero Tú déjame.» ¿Es ésta tu actitud? Ah, sí, quieres sus dones, su poder, sus bendiciones, porque así no eres redargüido, no te sientes tan incómodo; pero, en cuanto al mismo Espíritu Santo, bien, no estás dispuesto a pagar el precio.

Nuestro mensaje, como ves, no es el de santificación, por preciosa que sea, porque la santificación después de todo no es sino el resultado, la manifestación, la obra del Espíritu Santo. El enfocar la atención en la santificación con la exclusión del Santificador, es una equivocación seria. No es santidad, porque la santidad es también el resultado de su venida.

Lo mismo la pureza, y el corazón limpio, y el amor perfecto. El buscar la santificación, el buscar la santidad, es errar el blanco. No hay perfección en la carne. No hay santidad aparte del Santo. Ahora bien, Dios no nos dice que luchemos y lloremos y agonicemos hasta que la bendición de la santificación sea nuestra, o hasta que hayamos recibido un corazón limpio, o seamos perfectos en amor. Es aquí que muchos grandes movimientos han fallado. El hacer que un alma se lance en esta búsqueda es lanzarla a la oscuridad.

Con frecuencia Dios en su misericordia interviene y, conociendo la sinceridad del corazón, responde al clamor por más que el que busca no lo entienda. Pero la carne nunca agradará a Dios. El luchar por «algo» en vez de reconocer a «Alguien» es fatal para el crecimiento espiritual. Es «el Espíritu Santo a quien Dios ha dado».

Pero la carne no quiere saber nada de esto. La carne prefiere orar y luchar, gemir y llorar, agonizar y suplicar, esperar y aguardar, implorar, trabajar, y todo para conseguir a Uno a quien no se puede comprar. Se da razón tras razón, el es corazón plenamente preparado y todo está dispuesto, pero la bendición no llega.

Como ves, amado, Él, el Espíritu Santo, ha de hacer todo esto. Y tú estás intentando hacerlo tú mismo, procurando hacer algo que es humanamente imposible. No puedes purificar tu propio corazón. No, pero ¡bendito sea Dios!, El puede. No puedes levantarte por encima del pecado que te acosa. Eres un inválido. «La carne de nada aprovecha.»

Ahora bien, en vez de todo este rogar vano e inútil, ¿por qué no pedirle a Él que se haga cargo? Deja al Espíritu Santo que tome el mando. El va a hacer la obra. Él santificará. Él purificará. Él limpiará. Él librará. Tú no puedes, pero Él puede. Luego, reconoce el don de Dios, el Espíritu Santo. Confiesa tu incapacidad, admite su poder, y déjale que Él se haga cargo.



Oh Espíritu Santo, don divino,

A Ti entrego todo mi ser,

Seguro de que Tú puedes limpiarme,

Para que no reaparezca mi yo.

Espíritu de Dios, confío en Ti ahora,

Y a tus pies me inclino reverente,-

Ven; oh, ven y toma el mando,

Sé tú el Soberano de mi alma.

Tú hablarás y yo he de escuchar;

Lo que Tú dirás, no me asustará;

Guíame, te ruego, cada día,

Déjame a mí seguir y obedecer.

 

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