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El derramamiento del Espíritu Santo 1
Oswald Smith
 

Fue1904. Todo Gales estaba inflamado. La nación se había alejado mucho de Dios. Las condiciones espirituales eran ciertamente muy bajas. La asistencia a la iglesia era pobre. Y el pecado abundaba por todas partes.

Repentinamente, como un tornado inesperado, el Espíritu de Dios barrió la tierra. Las iglesias se llenaban tanto que las multitudes no podían ni tan siquiera entrar en ellas. Las reuniones duraban desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche. Cada día tenían lugar tres servicios determinados.

El instrumento humano fue Evan Roberts, pero había poca predicación. Cantos, testimonios y oración constituían las principales características. No habían himnarios; habían aprendido los himnos en la niñez. Ni tampoco coro: todo el mundo cantaba. No se hacían colectas, ni anuncios en la prensa.

Nada había llegado jamás a Gales con unos resultados tan efectivos.- Los incrédulos se convertían; los borrachos, ladrones, y jugadores se salvaban; y miles que volvieron a la dignidad. Se oían confesiones de terribles pecados por todos lados.

Se pagaban antiguas deudas. El teatro tuvo que cerrar por falta de clientes. Las mulas en las minas de carbón rehusaban trabajar, al no estar acostumbradas a ser tratadas con suavidad. En cinco semanas, 20.000 se unieron a las iglesias.

En el año 1835 Titus Coan arribó a las costas de Hawaii. En su primer viaje multitudes se reunieron para escucharle. Se amontonaban de tal manera a su alrededor que apenas tenía tiempo para comer. En una ocasión predicó tres veces antes de poder tener oportunidad de desayunar. Sentía que Dios estaba obrando de una manera muy desacostumbrada.

En 1837 fuegos mortecinos se avivaron. Casi toda la población fue su audiencia. Estaba ministrando a 15.000 personas. Incapaz de llegar a todos ellos, ellos fueron a él y se asentaron en una reunión que duró dos años. No había una sola hora del día ni de la noche en que no se reuniera una audiencia entre 2.000 y 6.000 a la señal de la campana.

Había el clamor tembloroso, sollozante, en llanto, por misericordia, en algunas ocasiones demasiado fuerte para que el predicador pudiera ser oído; y en cientos de casos sus oyentes se desvanecían. Algunos llegaban a gritar: «La espada de dos filos me está despedazando.» El perverso burlador que llegó a chancearse cayó como un perro, y gritó: «¡Dios me ha fulminado!»

En una ocasión, mientras que estaba predicando en un campo abierto a 2.000 personas, un hombre gritó: «¿Qué tengo que hacer para ser salvo?», y oró la oración del publicano, y toda la congregación asumió el clamor por misericordia. Durante medía hora, el señor Coan no pudo hallar ocasión de hablar, sino que se tuvo que quedar quieto y contemplar cómo Dios obraba.

Se solucionaban pendencias, borrachos eran regenerados, adúlteros convertidos, y asesinos que confesaban y eran perdonados. Los ladrones restituían lo robado. Y se renunciaba a los pecados de una vida entera. En un año 5.244 se unieron a la Iglesia. Hubieron 1.705 bautizados en un solo domingo. Y se sentaban a la mesa del Señor 2.400 personas que habían sido pecadores de lo más impenitente, y ahora santos de Dios. Y cuando el señor Coan se fue, él mismo había recibido y bautizado a 11.960 personas.

En la pequeña ciudad de Adams, Nueva York, el año 1821, un joven abogado se abría camino a un lugar solitario del bosque para orar. Dios le encontró allí, y fue maravillosamente convertido, y poco después llenado por el Espíritu Santo. Este hombre era Charles G. Finney.

La gente oyó esto, y se interesó vivamente y, como de común acuerdo, se juntó en la casa de reuniones al atardecer. El señor Finney se hallaba allí. El Espíritu Santo obró en ellos con un poder grande de convicción, y empezó un avivamiento. Después se extendió por el país alrededor, hasta que al fin casi toda la parte de los Estados del Este quedó atenazado en el seno de un poderoso avivamiento. Siempre que el señor Finney predicaba, el Espíritu era derramado. Con frecuencia Dios iba delante de él, de manera que cuando llegaba a un lugar, se encontraba ya con la gente clamando por misericordia.

En algunas ocasiones la convicción de pecado era tan abrumadora y provocaba unos llantos de angustia tan estremecedores que él tenía que cesar de predicar hasta que cesaran. Ministros y miembros de iglesias se convertían. Los pecadores se salvaban a miles. Y durante años esta poderosa obra de gracia continuó. Nunca habían los hombres testificado algo semejante en sus vidas antes de entonces.

 

 

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